En un atardecer del 7 de febrero del 84, cabalgando con mi primo por las calles de Fray Bentos vi por primera vez a lo lejos a Ireneo Funes, a quien mi primo pregunto la hora y el con seguridad respondo con exactitud con tan solo mirar el cielo, cosa que llamo mucho mi atención. Ireneo se caracterizaba por ser un chico algo extraño, y esta fue la única vez que vi a Tunes en ese año ya que el verano termino.
Luego de 2 años sin visitar Fray Bentos, volví y lo primero que nació de mi ser, fue preguntar por las personas que conocía entre ellos por Funes, quien me entere que sufrió un accidente que lo dejo inmovilizado y por lo cual el decidió vivir encerrado en uno de los cuartos mas apartados y oscuros de su casa, perdiendo la libertad que tanto disfrutaba.
Luego de unos días de estancia curiosamente llego a mis manos una carta de Funes elaborada de forma muy exacta, lo cual llamo mi atención por la buena letra y ortografía viniendo de un muchacho como el, dirigiéndose a mi para solicitarme en préstamo algunos de mis libros, yo sin comprender, el como los leería ya que estaban escritos en latín le envié el Gradus ad Parnassum de Quicherar y la obra de Plinio, junto con un diccionario de latín.
Al pasar unos días recibí un telegrama el cual me obliga a regresar a mi ciudad ya que mi padre se encontraba delicado de salud, pero antes de marcharme tenia que ir a casa de Funes por mis libros y al llegar la madre del muchacho me recibió señalándome que el se encontraba en el ultimo después del patio y al dirigirme allí note que el cuarto se encontraba a oscuras, pero sin embargo seguí para dialogar con el y pedirle de regreso mis libros antes de marcharme.
Entablando una profunda conversación descubrí en Funes un chico con capacidades maravillosas. Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia; Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitríades Eupator, que administraba la justicia en los 22 idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un desmemoriado.
(Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios; no me hizo caso.) Diez y nueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales.
El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.
Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es
La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra. Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides.
Pensé que cada una de mis palabras (que cada uno de mis gestos) perduraría en su implacable memoria; me entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles.
Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar, dejando una inolvidable experiencia en mi y en los que conozcan su maravillosa historia para recordar que no existen limites cuando se trata de superación.
